16 diciembre 2005

4/ Las prácticas culturales y la educación en las investigaciones y ensayos de Saúl Alejandro Taborda

Un lector desprevenido puede creer que el discurso de Saúl Alejandro Taborda (1885-1944) (1), en su crítica a la elaboración político-cultural y pedagógica de Sarmiento, a la política educativa de las primeras décadas del sistema educativo argentino, a las sucesivas gestiones del Consejo Nacional de Educación, no hace más que montarse sobre el paradigma concep­tual construido por el discurso sarmientino, pero para hacer una apología del polo opuesto al ensalzado por Sarmiento, esto es: un discurso para indultar y encomiar aquello que Sarmiento construyó discursivamente como «barbarie» (2). Nada más erróneo. El discurso de Taborda no está codificado por elementos dicotómicos constitutivos de un paradigma conceptual, sino que se produce a partir del análisis de las condiciones histórico culturales, por un lado, y de la crítica de los discursos hegemónicos, por el otro.

Taborda no rescata las prácticas culturales, en cierto sentido tradicionales, sólo por el hecho de enaltecerlas, lo que significaría un peligroso modo de sustancializarlas o esencializarlas, asociándolas a una pureza cultural originaria e incólume. Sus ensayos e investigaciones, en cambio, apuntan a reconectar los elementos que el liberalismo fundacional había disociado; a reconectar las prácticas culturales con los procesos pedagógicos. Una reconexión que no sólo encarará como proyecto, sino fundamentalmente como rastreo histórico cultural.

Pero además, Taborda no sólo presenta una argumentación que está dispuesta a recuperar los elementos más rescatables de autores o corrientes de pensamiento, sin límites impuestos por ninguna ortodoxia, promoviendo un intercambio crítico pero no confrontativo (3). Su rastreo y su interpretación histórico-cultural tienen como propósito la reconexión entre el pensamiento y la vida cotidiana, una reconexión que tiene carácter político, según lo explica:

«Un extraño apoliticismo ha hecho camino en la intelectualidad argentina. (Los intelectuales) se clausuran en un limbo en cuyo clima lo inmediato y cotidiano carece de sentido y de estimación. Tanto que en nuestra realidad concreta esta actitud cobra ya los pronunciados relieves de una escisión entre el pensamiento y la vida» (Taborda, 1933: 18).

Su programa de pensamiento, en definitiva, tiene como propósito el desarrollo de una articulación entre la cultura y lo político (cfr. Taborda, 1933: 20; 22).

4.1. EL CARÁCTER POIÉTICO DEL IDEAL

La obra que se tomará como guía de este apartado es Investigaciones pedagógicas (4), ya que en ella (y especialmente en su Volumen Segundo) Taborda establece su posición acerca de la relación entre cultura, política y educación, desde una perspectiva histórica. En el Volumen Segundo de esa obra, Taborda parte de la noción de ideal, para luego abordar el problema del ideal pedagógico.

«Entendemos por ideal la representación de una cosa particular creada por la fantasía en la que se acusan claramente los rasgos característicos de su especie en modo tal que todo lo perfecto (Wertvolle) de la especie no sólo se presenta como realizado sino como representable en el más alto grado» (Taborda, 1951, Vol. II: 12).
«Una representación que no es general sino representación de una cosa particular, es decir, una intuición. Como tal, escapa a la conceptuación. Rebasa todo concepto y, al rebasarlo, posee un plus de contenido que es el que coloca a aquella intuición por arriba de la idea» (Taborda, 1951, II: 11-12).
«(...) en el individuo queda siempre un plus que excede el concepto de especie. Ese plus es lo enigmático en el que reside el momento estético, cuya irracionalidad sólo es susceptible de experiencia y no de conocimiento discursivo» (Taborda, 1951, II: 12).

Como el ideal significa (según E. Kant) la representación de una cosa particular adecuada a una idea, el ideal alude a una idea estética, pues la idea racional no es susceptible de representación. Taborda toma estas ideas de la lectura que hace Eduard Spranger (5) de Kant; sin embargo, es posible observar la carga nietzscheana que existe en este «ideal», a partir de la fuerte distinción entre intuición -constitutiva del ideal- y concepto -constitutivo del conocimiento discursivo y científico (6).

Taborda presenta las ideas de enigma, irracionalidad y experiencia estética, propias de la poiesis. En él, en definitiva, el desprestigiado lado irracional, oscuro y confuso de la fantasía y la representación poética -característica del bárbaro en Sarmiento- es el productivo del ideal. Por otro lado, la recurrencia a lo particular frente a lo general significa asumir toda un posicionamiento gnoseológico (7).

Taborda cita a Spranger para acceder al problema desde la «filosofía del espíritu» (8), un lugar contrapuesto a la filosofía especulativa, que acentúa el rol de la fantasía en la creación y el rebasamiento de la especie en el caso particular. Las prácticas culturales, en este sentido y en esta línea, siempre pertenecen al ámbito más local y particular, y su comprensión requiere de un esfuerzo regional que rebase los moldes de la especulación central o universal. Lo que sostiene Taborda en los capítulos siguientes, es que el ideal, en cuanto más alto grado representable, está contenido «ya, pero todavía no», en cualquier ser, y está relacionado no sólo con el contexto social de su producción, sino también con el valor (cfr. Taborda, 1951, II: 33). El ideal está siempre realizándose. Entonces, en las culturas está contenido el ideal, que se expresa en virtud del trabajo educativo, del proceso pedagógico.

Ha dicho Durkheim que el ideal, antes que una fuga hacia un más allá misterioso, está en la naturaleza. El ideal es un producto histórico de la sociedad. Un producto histórico que regularmente se encuentra en contradicción con aquellos proyectos revolucionarios que quisieron borrar el pasado en las construcciones actuales, como una especie de fuga hacia el futuro (cfr. Taborda, 1951, II: 141).

«El momento teleológico y normativo que llamamos ideal, en cuanto expresa la imagen de algo que debe ser, necesita probar su acuerdo con la realidad para pretender derecho a la plena vigencia. (...) El ideal formativo es tan decisivo en la vida de una cultura que ésta concluye real y efectivamente sólo cuando dicho ideal pierde su sentido histórico» (Taborda, 1951, II: 185).

El ideal no es una quimera irrealizable, sino una representación particular que requiere ser adecuado a la realidad, a la vez que producto de la poiesis. En cuanto «ideal formativo», podría decirse, sus notas fundamentales, las que le dan sentido, son: su dimensión histórica y su dimensión vital en el desenvolvimiento de una cultura.

El debate que plantea Taborda en torno al ideal pedagógico, no lo deduce de ideas moldeadas en contextos «cultos» o «intelectuales» extranjeros. Si bien construye su noción valiéndose del pensamiento de Kant y de Spranger, con un trasfondo nietzscheano por momentos, el ideal pedagógico no puede construirse especulativamente o por intereses políticos de sector o de hegemonía. Su elaboración entorno al ideal pedagógico proviene de una recuperación crítica de las tradiciones culturales, en su sentido residual y en cuanto a su residualidad en las prácticas culturales contemporáneas (9).

4.2. LOS IDEALES DE IDONEIDAD Y NACIONALISMO Y LAS ESTRATEGIAS POLÍTICO-EDUCATIVAS

Taborda se pregunta de dónde provienen los ideales de idoneidad y de nacionalismo presentes en su tiempo, y cuáles son las perspectivas históricas del tipo humano al que esos ideales aludieron. Explica que la enseñanza nacionalista y el nacionalismo no tiene tanto que ver con la nación, sino con los intereses de una clase determinada: la burguesía (cfr. Taborda, 1951, II: 45; 47).

«La idoneidad y el nacionalismo debieron por fuerza ajustarse al sesgo asumido por la burguesía capitalista y ceñirse únicamente a las posibilidades prácticas deparadas a la misión cultural del Estado. (...) La idoneidad, que (es) entendida como la capacidad habilitante para el desempeño de las funciones burocráticas, tenía ya en la hora inicial de los tiempos modernos un sitio asegurado en los preceptos constitucionales (y) sólo encontró nuevas aplicaciones en las exigencias de la producción (...). (Esto hace que se) procure por todos los medios que el productor sea idóneo y que sepa dirigir su idoneidad hacia la ganancia porque la ganancia es la prueba de su eficacia al ser la ganancia el desideratum del tiempo» (Taborda, 1951, II: 54).
«El nacionalismo, a su vez, encontró también a influencias de la vida industrial una aplicación práctica inmediata. El viejo nacionalismo, el peán de lucha de la burocracia administrativa precursora, pasó a defender la industria y el comercio locales en pugna con la industria y el comercio extranjeros» (Taborda, 1951, II: 55).
«La conciencia de la personalidad colectiva abriga siempre un sentimiento de odio o, al menos, de prevención hacia el extranjero: el residuo regresivo de esta tesitura sirvió de levadura al nacionalismo exaltado por la política de la industria capitalista» (Taborda, 1951, II: 56).

Idoneidad y nacionalismo poseen profundas raíces históricas y se rearticulan con los nuevos procesos sociales, sirviendo de paso a los intereses dominantes, en cada etapa, de la burguesía. La historia posterior a 1789 es la historia de la burguesía, es decir, de una clase que, sin ser precisamente productora, trafica con los productos del trabajo, que explota al trabajador. El ideal de la burguesía es un ideal de consumidores, mientras que el ideal del trabajador es un ideal de productores (cfr. Taborda, 1951, II: 92) (10). Taborda concluye que el orden logrado, un verdadero desorden, es aquel

«en el que necesariamente el nacionalismo se convirtió en un instrumento al servicio de la clase con mando y en el que la idoneidad se convirtió en un principio de la conveniencia y no de la ética» (Taborda, 1951, II: 106).

Las grandes estrategias educativas adoptadas por las políticas escolares argentinas, se basan, en efecto, en los ideales burgueses de idoneidad y nacionalismo. Precisamente, el escamoteo de las prácticas culturales, entre ellas el hecho educativo comunal, fue ejecutado por una acción estratégica centrada en lo que Taborda denomina «pedagogía política», esto es: una pedagogía sometida a los designios del proyecto político hegemónico, sostenida por un minucioso y poderoso andamiaje institucional y por la recurrencia de un «discurso del orden» político educativo (11). Lo que, en definitiva, contribuyó a establecer un imaginario acerca del ideal pedagógico, las prácticas educativas y las relaciones identitarias entre la política hegemónica y la pedagogía.

La hegemonía pedagógica liberal logra su legitimación y consenso desarrollando una política educativa y un discurso pedagógico que paradójicamente ignora las prácticas culturales populares precedentes y contemporáneas (que constituyen un pasado configurativo en un presente preconfigurado, cfr. Williams, 1997: 137). Su legitimación y consenso se alimentan y se construyen en virtud de la doctrina de la igualdad, y de los ideales propios de la modernidad burguesa: la idoneidad y el nacionalismo.

La hegemonía liberal asume el concepto político de «nación», donde se prescinde de las cuestiones naturales o culturales configurativas de otras ideas de nación, y se define a la nación por el Estado (cfr. Taborda, 1951, II: 70) (12). Entonces, con la idea de «unidad nacional», lo que se propugna es un principio orgánico: el Estado, resolviéndose el problema de la nación en una voluntad política. De modo que sus fuerzas morales y culturales, que constituyen su libertad, quedan sometidas a la regulación artificial del Estado (13).

«Argentina (...) tan presto como se independizó de la soberanía de España, ajeno por completo a la conveniencia de procurar una estructura acorde con la índole propia de su nación, de la nación preexistente en las entrañas de su etnos, fió a la eficiencia universalmente reconocida al Estado la tarea de consolidar la unidad nacional. Con lo que, incurriendo en el error de creer que en aquel entonces carecía de unidad nacional, o que ésta puede ser la obra de un artificio, inició esa viva contradicción entre la constitución social y la constitución política» (Taborda, 1951, II: 71-72) (14).

¿Cuál es el ideal pedagógico de la política escolar argentina? La educación primaria, que constitucionalmente pertenece al derecho público de las provincias, ha sido sometida al Estado central y el ideal pedagógico se ha extraído de la doctrina política que fundamenta la estructura del Estado; con lo que se avanza en una franca unitarización que se impone sobre todas las (diversas) manifestaciones de la vida (cfr. Taborda, 1951, II: 166). Por lo que el tipo humano es concebido por el ideal político que lo informa (cfr. Taborda, 1951, II: 172). La educación queda sometida a los designios de la política, con lo cual las prácticas culturales, correspondientes a las diversas manifestaciones de la vida producidas históricamente, quedan avasalladas por el orden de las grandes estrategias políticas de disciplinamiento social, tendiente a la uniformidad y la unitarización aplanadora de aquellas diferencias. El ideal político (que se transpone en términos pedagógicos), en definitiva, es el «hombre de orden», no simplemente sometido, sino reconociéndose como sujeto ante las interpelaciones de la ideología dominante; con lo que la gran estrategia educativa se ve sintetizada en el propósito de inculcación ideológica (15).

La escuela ha pasado a ser un instrumento al servicio de los intereses políticos transitorios (cfr. Taborda, 1951, II: 166). Respecto del ideal pedagógico, la ley 1420 guarda silencio, pero adopta la orientación política establecida, con lo que consagra la injerencia del ideal propio del dominio político en el dominio pedagógico (cfr. Taborda, 1951, II: 176). Con un plus: el ideal político proviene de un Estado «de importación»:

«Nuestro Estado que, como todos sabemos, no es un Estado argentino sino un Estado de importación (...) se ha limitado a copiar, sin examen y sin motivación, las directivas escolares inauguradas por la estructura estadual que le sirvió de modelo y de arquetipo (y ha sido) impotente, en razón de su huero formalismo, para las creaciones originales, se ha mostrado obstinadamente reacio a acordar y vivificar aquellas directivas con las (nuevas) corrientes pedagógicas» (Taborda, 1951, II: 167).

El más lejano antecedente de esta «pedagogía política», asegura Taborda, está en el Contrato social de Rousseau, al que se recurrió como reacción y táctica de lucha contra España, como forma de apartarse de la tradición española para construir el país según los principios ideológicos del pensamiento francés (cfr. Taborda, 1951, II: 167). La consecuencia fue el “traslado de la doctrina política al campo educacional”, consagrando una imposición ab-extra como algo legítimo y viable (cfr. Taborda, 1951, II: 168). Su concreción se logra con la ley 1420, de 1884, de notorio cuño racionalista, y a través del régimen de los programas, de modo que, antes que nazca un niño esos programas pueden enunciar cuáles serán las facultades que el niño trae (cfr. Taborda, 1951, II: 170). La centralidad y supremacía de los programas anula los términos de la realidad educativa: el niño concreto, el «cada niño», y el educador en cuanto hombre (cfr. Taborda, 1951, II: 191). De este modo, queda consagrado el método educativo racionalista “que prescinde de las peculiares disposiciones de 'cada niño' -el niño concreto- y del sesgo propio de su fluencia vital" (Taborda, 1951, II: 171). El niño, en este sistema docente, no cuenta como problema, "no es él quien crea la educación"; según la ley, el que crea la educación es el maestro, que lo es todo (cfr. Ídem) (lo es todo por la mera posesión de un bagaje de conocimientos cuya transmisibilidad ab-extra constituye el supuesto metodológico formativo, cfr. Taborda, 1951, II: 192). Pero un maestro que manipula un repertorio de ciencia hecha (para todo y cualquier niño y para todo y cualquier educador, cfr. Taborda, 1951, II: 191-192), tornándose su labor en mecánica y exánime, con lo cual "el propio educador queda relegado a término secundario frente a la función decisiva que el ideal político confiere a los esquemas que predeterminan la tarea docente" (Taborda, 1951, II: 172) (16). El maestro "queda reducido a una obediencia pasiva a un orden extraño" (Taborda, 1951, II: 172), abandonando la realización de un doble amor: a la cultura y a la formación del docendo.

De hecho, el antecedente de este estado de cosas es el proyecto sarmientino. La obra Educación popular, de Sarmiento, fue escrita bajo la influencia de la ley de educación pública francesa de 1833. En ella Sarmiento no partió de una concepción pedagógica, sino de una concepción política (cfr. Taborda, 1951, II: 176-177). En este sentido, Sarmiento

«En vez de deducir sus principios docentes del hecho educativo, los deduce de la doctrina política de la igualdad; pues para él, la educación (...) es un derecho conquistado por la democracia ecualitaria que, por ser ecualitaria, hizo un bien común lo que antes era un privilegio de las clases gobernantes, del sacerdocio y de la aristocracia. Razón por la cual las necesidades vitales del régimen democrático exigen una congruente educación de las masas. (...) La igualdad es el principio nutricio de los dos grandes postulados que presidieron el advenimiento de los tiempos modernos: la idoneidad y el nacionalismo. El primero de estos, luchando contra la hereditabilidad de los cargos públicos detentados por la nobleza; y el segundo, luchando contra los localismos feudales, reacios a las unidades políticas llamadas naciones. Postulados inconcebibles sin el presupuesto de la igualdad de los hombres todos exaltada por la epifanía individualista de la doctrina contractual» (Taborda, 1951, II: 176).

Aún antes que la ley de 1884, ya Sarmiento y su ministro de Instrucción Pública, Nicolás Avellaneda, concibieron a la escuela como la institución cuyas finalidades son la formación del hombre faber y la formación del ciudadano (cfr. Taborda, 1951, II: 177). Todas las manifestaciones culturales y educativas anteriores al orden surgido de la revolución tienen que ser borradas, pero no por razones específicamente educativas, sino por motivos estratégico-políticos. De todos modos, el esfuerzo de Sarmiento estuvo centrado en exponer las razones educativas que reemplazarían el orden docente comunal por este nuevo orden docente; esto lo hace en su obra Educación popular que, para Taborda, refleja la fascinación de Sarmiento por el ideario revolucionario francés y por la filosofía cartesiana, de modo que «calcula» los modos en que, a través de la educación, se formará el tipo de hombre destinado a vivir y realizar una determinada estructura política (cfr. Taborda, 1951, II: 224). Queda claro en esa obra de Sarmiento, que lo que importa es

«la educación del elector (...) capacitado para ejercer los derechos políticos (...) y la preparación de todos los individuos para el trabajo, el comercio y la industria» (Taborda, 1951, II: 225).

Esto no es más que el ideal del ciudadano idóneo y nacionalista. Para justificarlo, Sarmiento compara las prácticas educativas comunales con las de las escuelas de Francia con el fin de concientizar a los lectores sobre las desventajas de la pedagogía comunal y para, de paso, enaltecer la idea del progresismo superador del atraso intelectual y la incapacidad industrial. Soslayó las cualidades de la educación provinciana para reemplazarla por una escuela “atiborrada de ciencia hecha, medida y dosada” (Taborda, 1951, II: 226). Con lo que Taborda pone en discusión los modos de producción de los saberes sociales transmisibles a través de la educación, antes que los modos de transmitirlos. La significatividad de los saberes, en una lectura como la de Taborda, proviene de los campos de significación comunitarios, comunales, mientras que los saberes «envasados», sometidos a la medición y a una secuencialidad lineal y uniforme, pueden sólo comprenderse como educativos en tanto son los utilizados en otros contextos (en sus contextos de producción) con cierta eficacia política y con los efectos de reforzamiento de una ideología en crecimiento: la del individualismo, la utilidad y la ganancia; la ideología del capitalismo que suscita en muchos «revolucionarios» la exaltación y el entusiasmo (cfr. Taborda, 1951, II: 225-226). El «remedio» para nuestra situación es el remedio que se utilizó en otros contextos situacionales, traído a nuestra tierra por una operación de copia; y al copiarse el remedio, inadvertidamente se copió el ideal. El plan de Sarmiento

«contrapuso el ideal del tipo de hombre concebido por el humanismo racional renacentista, al ideal de la personalidad esencial del humanismo español» (Taborda, 1951, II: 227).

Taborda atribuye este error histórico al apasionamiento polémico de Sarmiento y a la desinformación filosófica de los problemas pedagógicos. De cualquier forma, lo que importa es saber en qué medida el plan fue exitoso, en qué grado se ha hecho efectivo el desplazamiento de ideal. Lo que implicaría preguntar si la superposición de la estrategia civilizatoria logra ahogar del todo las prácticas culturales populares y los procesos educativos y comunicacionales que producen (17); y, de otro lado, interrogar si esas prácticas culturales y formas populares comunicacionales-educativas no emergen indisciplinadamente en el pulcro escenario de la escuela «civilizada» y disciplinada.

Lo que observa Taborda es que en definitiva hay una utilización práctica de la educación en beneficio de las instituciones (especialmente políticas) del país. Con lo que "las instituciones, lejos de ser medios para fines humanos, son en sí mismas y por sí mismas fines supremos" (Taborda, 1951, II: 178). Esto, tal vez, por preservar el país frente a las masas de inmigrantes que, en su gran mayoría, eran ignorantes y analfabetos (cfr. Taborda, 1951, II: 179); lo que evidencia una enorme contradicción, ya que la inmigración había sido pensada por Alberdi como el modo de transplantar la civilización a estas tierras. En definitiva, lo que se elude es el problema pedagógico (que en la tradición de pensamiento asumida por Taborda se corresponde con la cultura), al

«Adjudicar a la educación primaria preocupaciones como la del ciudadano idóneo y nacionalista, la del tipo humano utilitario y hedonista, la del tipo faber destinado, a la vez, al fomento de la producción industrial y al engrandecimiento de la especie, y, por si todo esto no fuera bastante, la del tipo ideal concebido como un cebo para el afán proselitista de los carteles de los partidos políticos» (Taborda, 1951, II: 190).

Para lo cual las grandes estrategias políticas necesitan del despliegue de múltiples microestrategias «pedagógicas», en general copiadas. Esas microestrategias tienen como propósito:

«El logro del tipo faber determinado como finalidad ha conducido a una monstruosa mecanización del espíritu. La exacerbación morbosa de los valores económicos ha sacrificado ante el fetiche de una técnica mera y simple las calidades nobles del ser humano» (Taborda, 1951, II: 183).

De modo que las microestrategias «pedagógicas» quedan atrapadas, bajo la forma de una articulación, por una ideología interpelante que se inculca en el proceso de conformación de un novedoso habitus. Frente a ella, los sujetos comienzan a reconocerse e identificarse de modo tal que terminan rechazando y desvalorizando la cultura comunal que los engendró.

Saúl Taborda ha investigado la proveniencia histórica del ideal adoptado por nuestro orden educativo, para revelar el contenido del modelo a copiar, desnaturalizándolo. Al desnaturalizarlo pone en evidencia los intereses ideológicos que sirven de telón de fondo a la revolución político-educativa promovida en el país. Para ello se remonta a los ideales pedagógicos francés (cfr. Taborda, 1951, II: 113-147) e inglés (cfr. Taborda, 1951, II: 149-164). En efecto, de la Revolución de 1789 surge el ideal del ciudadano idóneo (capaz de reflexión, según la filiación socrática de la palabra, y apto para la autodeterminación que supone una democracia) y nacionalista (adicto a la forma específica de vida política que es la nación). Un ideal es acuñado en la historia francesa ya sea vía Montaigne o vía Descartes. Al ideal de citoyen se ha adaptado el ideal del productor, surgido de las actividades profesionales modernas, como el ideal del trabajador, surgido de las faenas de las fábricas y los talleres, recogido por la fantasía popular y las creaciones del arte (cfr. Taborda, 1951, II: 135-139). ¿Cómo lograrlo? A través de una organización que, en términos de E. Durkheim, es la «máquina escolar» (cfr. Taborda, 1951, II: 142-143).

El ideal pedagógico inglés, entretanto, es el gentleman; que a su modo es el ideal del ciudadano idóneo y nacionalista: un tipo de hombre exaltado por la alianza entre las virtudes de la nobleza y el instinto de realidad de la burguesía. Las virtudes nobles comunican “finess manners, self discipline, self possession y fair play”, mientras que el instinto de la realidad comunica la nota del cant, “la sutil vocación para la hipocresía que disimula, bajo las apariencias de la conciencia honrada que jura por la Biblia, la mistificación y la mentira que acompañan a las empresas utilitarias” (Taborda, 1951, II: 151). El ideal inglés conjuga finos modales (o amaneramiento), disciplina o disciplinamiento (domesticación de los impulsos primarios), serenidad (o posesión de sí) y juego limpio, con la inclinación a la hipocresía. En el caso del fair play, el elemento lúdico no tiene que ver con las calidades del desarrollo corporal, sino con el equilibrio y la cooperación con el adversario que constituye el alma del fair play. Mientras que el ideal pedagógico francés articula la formación con la política, con una dimensión «republicana», privilegiando un hombre racionalista, el ideal pedagógico inglés prefiere la formación de las individualidades enérgicamente dotadas para la acción; mientras el francés se complace en el ejercicio de las especulaciones espirituales que constituyen su gloria, el inglés busca el poder. El tipo inglés “responde a un ideal de dominadores, de hombres que para dominar comienzan adiestrándose en el dominio de sí mismos” (Taborda, 1951, II. 152). Esto explica su relevante actuación en la industria, en el comercio, en las finanzas y en todas las empresas de la vida moderna; revela el habitus capitalista representado por las aptitudes del pionner, capaz de vencer los condicionantes económicos y sociales (18).

4.3. CRÍTICA DE LA POLÍTICA EDUCATIVA OFICIAL

En la política argentina, y en la política escolar en particular, ha existido una singular adhesión a la política francesa. Indudablemente, el pensamiento de J. J. Rousseau adquiere un papel preponderante en la configuración de la política educativa argentina. Sin embargo, Taborda observa que hay dos direcciones respecto a la escuela en la política francesa posterior a la Revolución de 1789, que se corresponden con dos modos de ver la relación entre el Estado y la sociedad y la cultura:

(1) Una sostiene que todas las manifestaciones de la vida del pueblo quedan sometidas al Estado. Esta dirección está animada por la célebre afirmación de Rousseau: no se puede formar a la vez un hombre y un ciudadano, y es la que resuelve la ley de 1884 al promover la formación del ciudadano (adulto), sin considerar al niño. En este caso, se asume la idea del Contrato Social, donde Rousseau expresa que el ciudadano es una creación racional que responde a la voluntad histórico-política (cfr. Taborda, 1951, II: 172-173). Este, en definitiva, es el objetivo de la civilización modernizadora.
(2) La otra procura una adecuada determinación de los límites del Estado. Esta dirección se orienta en un sentido humanista, y es la que haría posible recuperar las tradiciones culturales. Aquí permea la idea del Emilio, donde (pese a las regulaciones existentes en la educación) el sujeto que se forma se corresponde con las tareas culturales de la pedagogía, con la marcha de la naturaleza que preside el desarrollo del niño (19). Con lo que, en esta posición, el poder burocrático del Estado es un enemigo de la formación plenamente humanista, ya que pretende avasallar las manifestaciones de la vida (cfr. Taborda, 1951, II: 172-175).

Adviértase que en este desarrollo de pensamiento, Taborda presenta (de manera indiciaria a la vez que prematura, pero sin asumirlas epistemológicamente) algunas de las notas de una perspectiva pedagógica crítica. Taborda reconoce que el ideal de la política educativa recoge el concepto de humanidad del racionalismo renacentista, donde el hombre es un hombre abstracto: "es siempre algo que permanece suspendido en la atmósfera de una espiritualidad concebida como una contraposición a la realidad" (Taborda, 1951, II: 186). El racionalismo renacentista se refiere siempre a una minoría elegida, ahondando la distinción entre el culto y el ignorante, entre la élite y los hombres dedicados a las faenas vulgares. Se trata de un ideal aristocrático, un ideal de clase, pero como resalta la individualidad humana definida en función de sus facultades reflexivas, se pretende al servicio de la democracia igualitaria y se ve compelido a rechazar la agudización de las diferencias de clase (cfr. Taborda, 1951, II: 186-187). También observa Taborda que para superar la desigualdad, esta estrategia política prefiere como recurso a la educación. Pero precisamente es en el ejercicio de su influencia en la educación donde las contradicciones se ponen de relieve. La propuesta político-pedagógica de Ramos Mejía, desde 1910, enfatiza el hecho de que el Estado debe favorecer la homogeneidad de nuestra estructura social y para eso propone una «pedagogía de los hechos» (como recurso auxiliar puesto al servicio de una tarea política), intentando reconciliarla con el racionalismo imperante desde antes de 1853 (cfr. Taborda, 1951, II: 187-188). Concluye que el ideal racionalista fue, lógicamente, insuficiente para lograr la unificación social, con lo que Taborda hace una fuerte advertencia contra el optimismo pedagógico.

«No quiero dar por admitido que la actividad pedagógica posea la virtud de allanar las escisiones sociales. Lejos de eso, considero infundada la eficacia que, a este respecto, atribuye el Estado a la educación (...) toda vez que las escisiones y las diferenciaciones constatables en el seno de la sociedad constituyen una nota peculiar de la vida moderna y expresan modos existenciales de su esencial estructura. (...) La unidad de un pueblo es asunto de la política» (Taborda, 1951, II: 189).

Por una vía (indiciaria) crítica, Taborda pone en cuestión la creencia de las teorías no críticas de la educación (20), que consiste en imaginar que la educación es el medio para superar las contradicciones y las injusticias sociales. Y a la vez, insinúa que las contradicciones sociales son la médula de las sociedades de clases, por lo que todas sus producciones (inclusive la escolar) se corresponden y reproducen ese estado de cosas. La única vía que posibilita una transformación social es la construcción política, articulada con la cual debería imaginarse una educación diferente, dialécticamente contribuyente a la transformación social.

Por otra parte, Taborda adquiere relevancia pedagógica por sus referencias al proceso educativo específico. Es significativa su insistencia acerca de que “la tarea educativa se refiere a un individuo concreto, ahora y aquí -el niño, el docendo” (Taborda, 1951, II: 13), frente al proyecto oficial cuyo “ideal es el ideal del adulto” (Taborda, 1951, II: 197). Taborda acoge con simpatía las nuevas corrientes pedagógicas: la «escuela nueva», donde "todo hacer pedagógico que quiera ser fiel a las exigencias del tiempo debe tratar a la niñez como niñez y a la juventud como juventud". Pero un escolanovismo articulado con la propia experiencia histórica: El llamado movimiento de la juventud, desde 1918 "reclama con la urgida viveza de lo irracional la instauración de una pedagogía que se ocupe de la niñez como niñez y a la juventud como juventud"; por eso, la posición de Taborda "se ahínca en el fenómeno del expresionismo juvenil y trasmuta la enseñanza intelectualista acentuando el valor de la enseñanza de la vivencia" (Taborda, 1951, II: 184). La vivencia, junto al trabajo, son dos novedosos acentos pedagógicos de ese tiempo contra el intelectualismo; dos cuestiones que no entraban en la educación hasta la aparición de las «escuelas del trabajo» y las «escuelas activas» (cfr. Taborda, 1951, II: 331-ss.) (21). Esto lo lleva a posicionarse contra el imperialismo del programa de contenidos como inventarios de “ciencia hecha y dosada para todo y cualquier niño, servido por todo y cualquier docente”; privilegia en cambio los sujetos de la realidad educativa: el niño y el educador (cfr. Taborda, 1951, II: 191-192). Otra de las cuestiones más notables respecto al proceso educativo se refiere al rescate y reconocimiento de la sensibilidad, como así también de lo sexual. En este caso, llama a explorar y conocer la «erótica juvenil», cuya significación es tan diferente a la del adulto, antes de llenar a los jóvenes (por ignorancia de los adultos-educadores) con un inventario de cosas propias de adultos (cfr. Taborda, 1951, II: 297). Taborda estaría haciendo referencia a la necesidad de conocer lo que luego Paulo Freire llamará el «universo vocabular» del educando.

El problema de la participación estudiantil en el gobierno escolar, como se sabe, le valió la acusación de anarquizador cuando Taborda fue Rector del Colegio Nacional de la Universidad de La Plata (22). Es un problema que hace de puente entre lo pedagógico y lo político, pero que desde la política educativa oficial es percibido sólo por su intencionalidad política. Siempre se mostró abiertamente favorable a la participación estudiantil en el gobierno de lo común, a través de la representación. Como es de suponer, y él mismo lo expresa así, la resistencia conservadora a esta tesis fue (y sigue siendo) muy fuerte.

«La representación no se deriva de la voluntad de los individuos de poner su capacidad al servicio de los negocios comunes; derívase de las propias exigencias del proceso formativo del educando. No se trata de un nuevo “adiestramiento” electorero; se trata de una creación. Autoridad viene de crear, y en la vida docente el que crea es el educando. (...)
«Considero indispensable que la ingerencia estudiantil abarque todo el proceso educativo. Más aún: le asigno mayo significación pedagógica a aquella que comienza en las primeras edades» (Taborda, 1951, II: 415-417).

4.4. NUDOS SIGNIFICATIVOS: LA CULTURA Y LO POLÍTICO

Todo el abordaje y la interpretación acerca de la historia de la producción de una determinada política educativa, en el sentido de una política cultural, tiene como nudo significativo fuerte la presentación de dos cuestiones provocativas: una cultura articulada con lo político en lo comunalista y facúndico, por un lado, y una percepción de los procesos históricos como permanente dialecticidad entre tradición y revolución. Lo que las acciones estratégicas provenientes de la «revolución» y el programa civilizatorio han hecho es soslayar, a la vez que intentar arrasar, lo comunal y facúndico con sus prácticas culturales e ignorar, por un esfuerzo de copia y superposición, la dialéctica entre memoria o tradición y revolución.

«Antes de 1810, las Provincias constituían una nación, un fenómeno vivo y espontáneo de sociedad, acentuado por localismos propicios a la exaltación de notas originales; pero (...) nos entregamos a la extraña e inmotivada tarea de mutilar nuestra nación para arquitecturar 'desde arriba', desde el dogma racionalista, una nacionalidad al servicio de un Estado centralizador adueñado de todos los resortes vitales. (...) Todas las instituciones nacionales responden a esa orientación y, por lo tanto, tienen en mira los hombres y los intereses extranjeros acampados en nuestro suelo. Europa se prolonga en ellas» (Taborda, 1951, II: 204).
«Esas instituciones son extranjeras, hechas y conformadas para extranjeros y (...) no cabe hacer argentinos con instituciones extranjeras. ¿Cómo hacer argentinos con instituciones calculadas para desargentinizarnos a nosotros mismos? Si esas instituciones no arraigan en la expresión del genio nativo y no apuntan a la realización de nuestro destino» (Taborda, 1951, II: 207-208).

La acción de soslayo o arrasamiento proveniente de la gran estrategia que se justifica por su adhesión discursiva con la «revolución», el progreso y la civilización, se sostiene a través de un andamiaje institucional que le permite introducir y producir en los diferentes espacios sociales un imaginario, que permitiera anudar aquellos significantes (revolución, progreso, civilización) con los significados que se irían cristalizando con el desarrollo de la hegemonía y que convendrán a sus intereses. La paradoja que observa Taborda es que esas instituciones tienden a desargentinizar la cultura argentina por la vía del sometimiento de sus expresiones.

Precisamente lo que se pretende soslayar, arrasar, someter, son las expresiones y las prácticas provenientes de las comunas. Cuando Taborda habla de la comuna no lo hace remitiéndose a una situación pretérita o a una formación arcaica (en el sentido de Williams). Un artículo de la Revista Facundo lo esclarece (23):

«(...) la comuna, conviene recalcarlo, entendida no como una creación artificial sino como una síntesis, propia de cada tiempo histórico, lograda por el acuerdo íntimo, indestructible y co-responsable del hombre con la sociedad. (...) no es una obra de la idea; es un fenómeno originario y vital» (Taborda, 1936a).

La idea es que las comunas argentinas “han cumplido sin solución de continuidad, antes y después de la unidad nacional, tareas docentes auténticas y eficaces” (Taborda, 1951, II: 198). Ellas han logrado "productos espirituales que aspiran al reconocimiento". Si bien la organización institucional del país tuvo como propósito la creación de un nuevo estilo de vida, "corresponde reconocer la preexistencia de un determinado estilo de vida y de una determinada manera de cumplir la voluntad docente de su respectiva cultura" (Taborda, 1951, II: 199), en el marco de un verdadero «genio nativo» (cfr. Taborda, 1951, II: 202). “La argentinidad preexistía desde antes de 1810, como un vínculo indestructible que ligó siempre a las comunidades de origen” (Taborda, 1951, II: 208).

Taborda está sosteniendo la idea, en primer lugar, de que no sólo existió (como movimiento arcaico) una educación comunal antes de la unidad nacional, sino que sigue existiendo en el presente; en todos los casos, las prácticas culturales educativas comunales experimentan una situación de «no-reconocimiento» y buscan continuamente el reconocimiento, a mi juicio, en dos sentidos: en el se ser-reconocidas y en el de reconocerse-en un proyecto educativo integral. En segundo lugar, Taborda está afirmando que las comunas poseen un estilo de vida y que la cultura de las comunas ha desarrollado la «docencia». El término docencia, en este caso, está entrecomillado, debido a que Taborda desliga de hecho la docencia de un sentido unívoco, es decir, la docencia personificada y ejercida por un maestro, a través de un programa. Taborda está presentando un significado de la docencia radicalmente alejado de la escolarización y emparentado y articulado con los estilos y las manifestaciones de la vida de las comunas. En las comunas los padres y preceptores, los vecindarios, las familias y los cabildos educaban a los niños articulando su tarea con los ideales de los círculos y los núcleos sociales comunitarios (cfr. Taborda, 1951, II: 199). Esta idea es altamente provocativa respecto al significado de la Didáctica, como disciplina que aborda las situaciones y las prácticas de enseñanza, ya que desarregla muchos de los desarrollos de esa reflexión en la medida en que los descentra del papel del docente como enseñante personificado en la figura del maestro, integrando la reflexión sobre el alcance «docente» (sobre el carácter de enseñantes) de los espacios de comunicación, que en principio son comunitarios. Por otra parte, aparece aquí una idea de «educación pública» ampliada a los distintos espacios públicos y a los diferentes modos de formación pública de sujetos (cuyo carácter es político-educativo, dado que lo político -para Taborda- tiene su referenciamiento en lo comunitario), y no sólo restringida al carácter del proyecto educativo del Estado posterior a la «unidad nacional» (que en todo caso intentó una estrategia de aplanamiento de prácticas culturales diferenciables).

«Europa se prolonga en la organización docente, organización calculada para servir el liberalismo político-económico y que, por esto mismo, ha perdido de vista el sentido profundamente humano de la educación consuetudinaria para instaurar un ideal (y) apunta como meta suprema al advenimiento del individuo de la auto-ayuda, del individuo que es siempre y en todas las circunstancias para sí porque (...) carece de la conciencia que es el don de la resonancia de su humanidad en la humanidad que le rodea y le condiciona» (Taborda, 1951, II: 205).

La gran estrategia civilizatoria ha procurado el aplanamiento de todas las manifestaciones culturales diferentes, con el objeto de producir una cultura que sirviera de sustrato del liberalismo político-económico que busca hacerse hegemónico. Por eso, soslaya, ignora o aplana las diferentes modalidades educativas emparentadas con la vida comunal. Todos los espacios públicos, todos los ámbitos de comunicación y cultura vinculados al medio comunitario, son educativos, y son «enseñantes», son docentes. Sin embargo, alejarse radicalmente del sentido escolarizador de la docencia, no es un obstáculo para que Taborda incluya en esos espacios y ámbitos, acaso como uno privilegiado, a la escuela, ya que la escuela "estaba en el alma del pueblo" (Taborda, 1951, II: 199; aunque ciertamente se refiere a una escuela como espacio público o comunidad educativa comunal, y no a la escuela copiada del sistema francés). Por lo demás, esa escuela no es una escuela, por así decirlo, «culturalista», sino que se articula con lo político. La mención que hace Taborda del maestro Mariano Cabezón resulta ilustrativa. Cabezón, educador de Salta, educó, más que con grandes recursos propios del progreso y la civilización, con el reconocimiento directo de la realidad política de su tiempo y a través de la experiencia educativa del proceso político y del compromiso asumido por el docente. La pedagogía de Cabezón es la pedagogía del genio nativo (cfr. Taborda, 1951, II: 202), “ese genio que llamamos facúndico, porque lo facúndico es lo que imprime sello peculiar a nuestra fisonomía” (Taborda, 1951, II: 209) (24).

La estimación de Taborda sobre las experiencias producidas por el comunalismo facúndico, incluye la sugerencia de un criterio de valoración. En efecto, estas experiencias de educación comunal deben valorarse en forma congruente "con el módulo histórico que sitúa las cosas en su tiempo y las estima por la calidad intrínseca de su contenido" (Taborda, 1951, II: 200). Lo que implica la necesidad de revisar críticamente no sólo las experiencias, sino la procedencia, alcances y sentidos de los proliferantes modos y herramientas de valoración/evaluación (y descalificación) de manifestaciones y experiencias diferenciables, sólo por el hecho de no responder a determinadas políticas hegemónicas o a los imperativos «novedosos» que construye cada estrategia política con el afán de autojustificarse.

Luego de exponer brevemente los elementos centrales de una teoría del Estado en el orden comunal, Taborda explica cómo el Estado centralista (a partir de 1868) justificó la unitarización por la pobreza de las comunidades, las mismas que la política central contribuyó a empobrecer (cfr. Taborda, 1951, II: 206-207). Lo que significa que el arrasamiento o soslayo de las culturas comunales no fue sólo de orden simbólico, sino que tuvo su base material en el saqueo de esas comunidades. Debido a ese saqueo es que las provincias no pueden sostener la educación, porque: "¿quién (las) ha empobrecido? (...) Nadie lo ignora: el poder, que ahora hace un argumento pedagógico de la pobreza provinciana provocada por sus erróneas orientaciones económicas y fiscales" (Taborda, 1951, II: 208). El mismo poder que luego justifica el sometimiento a los designios centrales y «unitarizadores» de las diferentes expresiones comunales.

4.5. NUDOS SIGNIFICATIVOS: TRADICIÓN Y REVOLUCIÓN

El segundo aspecto fuerte del pensamiento de Saúl Taborda es el de la dialéctica tradición/revolución. Para él, la actividad del espíritu (no ya -se entiende a esta altura de su exposición- en un sentido espiritualista, sino histórico) supone el juego dialéctico entre dos cuestiones:

«la memoria de las relaciones ya obtenidas, la memoria que nos trae -de tradere, de donde tradición- esas relaciones, y la revolución, esto es, la actitud en la que el espíritu vuelve sobre una relación adquirida y la convierte en un nuevo problema. Consiste, pues, en un movimiento decantador que va perpetuamente de la tradición a la revolución» (Taborda, 1951, II: 228).

Las transformaciones necesitan de las raíces; de hecho la memoria representa la fuente y raíz creadora de las transformaciones. La tradición, entonces, es una memoria de valores para la recreación permanente de la cultura; lo cual no supone cristalizar una consigna inerte para un recorrido previsto, sino estimular el movimiento de la fantasía creadora (cfr. Roitemburd, 1998: 164). “Nada se crea ex-nihilo” (Taborda, 1951, II: 229). Si bien Taborda referencia esta dialéctica entre tradición y revolución al problema educativo, ya que la educación, que participa de la vida cultural, está sujeta a la «ley del espíritu», su observación debe hacerse extensiva a toda la vida cultural, en especial cuando se la perciba articulada con lo político. Y habla de un «movimiento» continuo, una espiral dialéctica que va de un polo a otro permanentemente; más aún, un movimiento que hace imposible entender a uno de los polos sin el otro. De modo que cuando dice «tradición», alude a una memoria activa y selectiva, en cuanto acumulación narrativa (25) o capacidad local (y situada) para acumular las historias de los acontecimientos del pasado en una especie de estructura diacrónica que permite continuidad con el presente, es decir, que desemboca en una continuidad histórica (vivida no como fruto del determinismo, sino de la elección deliberada y autónoma). La tradición, en este sentido, es una «caja de herramientas» culturales articulada en base a las interpretaciones desarrolladas por una comunidad «local» de sus experiencias vividas, haciéndolas históricas.

Además, Taborda está aludiendo al sentido residual de la tradición. Una tradición no en el sentido de superposición de elementos inertes del pasado en el presente, sino en el sentido de una «tradición selectiva» en cuanto acción de un pasado configurativo en un presente preconfigurado, claves del proceso de definición e identificación cultural y social (cfr. Williams, 1997: 137) (26); una tradición considerada en su sentido histórico y no meramente folklórico. Por otra parte, hacemos referencia al sentido residual de la tradición, ya que «lo residual» “ha sido formado efectivamente en el pasado, pero todavía se halla en actividad dentro del proceso cultural; no sólo -y a menudo ni eso- como un elemento del pasado, sino como un efectivo elemento del presente” (Williams, 1997: 144) (27). La «actividad» de lo residual fundamentalmente consiste en aquel «movimiento» permanente que señala Taborda, es decir: en la capacidad de articulación de algo que se trae del pasado con algo que se crea en el presente, conviertiéndose o actualizándose como problema.

«La cultura supone una lucha entre la potencia formativa de los valores preexistentes y las potencias formativas de los valores recién advenidos desde el fondo de la vida creadora del pueblo. Por allanar el camino a las ventajas prometidas por las novedades de afuera, el apresuramiento de nuestra decisión hizo malograr los beneficios de esa dialéctica porque nos indujo a la ligereza de desestimar nuestra propia expresión» (Taborda, 1951, II: 203).

Solamente una estrategia política que responde a intereses extraculturales y que, por eso, soslaya la cultura, es capaz de operar la peligrosa dislocación que significa olvidar la tradición (así como también lo es repetirla, sin aceptar la revolución, cosa expresada en un “conjunto fijo y rígido de fórmulas que exigen obediencia pasiva que nos proponen ciertos tradicionalistas”, Taborda, 1951, II: 403). Para Taborda, la dislocación tuvo distintas dimensiones. La económica, porque el liberalismo extranjero dislocó el orden local, desconectándose con el destino del pueblo. La política, ya que se prefirió la ideología victoriosa europea, desechando las directivas políticas comunalistas expresadas en los caudillos. La jurídica, en cuanto los cuerpos de leyes responden a una concepción racionalista. La educativa, ya que la dimensión docente no tiene un fundamento pedagógico, sino político, y se dedica a hacer administración burocrática (cfr. Taborda, 1951, II: 203-205).

«Esta exigencia no importa una negación de la legitimidad de la introducción del inventario de productos espirituales decantados en países extraños. El espíritu que es tradición y revolución es también comunicación, pues los productos que crea su actividad no están condicionados por consideraciones de lugar. No tienen fronteras» (Taborda, 1951, II: 229).

La palabra de Taborda aún tiene una significación fuerte para la época de la «globalización», ya que percibe la cuestión de la comunicación en términos de cultura transnacional, sin fronteras. De cualquier modo, los productos culturales han sido ya decantados en sus contextos de producción, según aquella «ley del espíritu» que siempre supone un movimiento dialéctico entre tradición y revolución (porque el espíritu es revolución, pero también “el recuerdo que trae, en la tradición, la memoria inmarcesible de su proceso”, Taborda, 1951, II: 402-403). Antes que otros términos de moda, Taborda hizo referencia temprana a esta dialéctica entre tradición y revolución en la comunicación global; así como A. Jauretche vio la necesidad de mirar el mundo con ojos propios (como un método de análisis de la realidad en vías de mundialización) y como Rodolfo Kusch habló de «fagocitación» para referirse a una “interacción dramática, una especie de dialéctica (...) la absorción de las cosas pulcras de Occidente por las cosas de América, como modo de reintegración de lo humano” (Kusch, 1986: 17). En otras palabras, comunicación significa la capacidad «táctica» desde las prácticas culturales de apropiarse y resignificar, desde marcos político-culturales, las acciones estratégicas (28).

4.6. NUDOS SIGNIFICATIVOS: LO GLOBAL Y LO COMUNAL

En el discurso de Taborda se intenta resolver no sólo la tensión pasado/presente/futuro, asumiéndose una perspectiva genuinamente histórica, sino también la tensión entre lo «ecuménico» o global y lo local, entre lo esencial y lo concreto existencial y entre la unidad y la diversidad (29). Es notable cómo, lejos de sostener las experiencias comunales como algo particularista y cerrado sobre sí mismo, Taborda recuerda que las comunas, en cuanto centros urbanos, se establecieron para el desarrollo de actividades sedentarias, pero como fruto del nomadismo hispano; y fueron constituidos con un claro ideal ecuménico (cfr. Taborda, 1951, II: 201). Lo cual insinúa no sólo una síntesis crítica entre lo local y lo global, sino también una recuperación de lo nomádico como trama fundante de la ciudad, desde la perspectiva de la formación cultural residual presente en nuestro pueblo.

Así es que es posible observar cuatro notas que caracterizan la nación:

(1) La nación no es algo perdido en el pasado (algo arcaico para recuperar o restaurar), sino que es el producto dinámico de la dialéctica tradición/revolución, que se realiza cotidianamente (30). “La Argentina no se hizo nación en 1816 con la proclamación de su independencia: la nacionalidad es lo que se instaura todos los días con el esfuerzo de la voluntad. La nación es, pues, en definitiva, un eterno futuro” (Taborda, 1951, II: 81). Cuando Taborda habla de la nación no lo hace en sentido de los nacionalistas «restauradores» (cfr. Buchrucker, 1987). La nación no es algo realizado, sino realizable en un tiempo histórico y en un espacio determinado (cfr. Taborda, 1951, II: 89).
(2) La nación no es una entidad separada y opuesta a lo global, sino un momento diferente, una determinación espacio-temporal de comunicación con lo global, precisamente desde esa determinación que es local. Cuando Taborda afirma que “Como forma de vida, la nación es un microcosmos por oposición a la idea de macrocosmos que caracterizara a la Edad Media” (Taborda, 1951, II: 65), sería posible leer, en esta clave, a la globalización como retorno o medievalización. Pero también advierte que los ideales van determinándose en las relaciones e interacciones entre los ideales de un etnos y la manera en que se traman y conjugan con ideales ecuménicos de determinadas épocas (cfr. Taborda, 1951, II: 90).
(3) La nación no es sólo un nombre o un texto generalizador y abstracto, sino que también es la textura de ese texto. Taborda alerta que como fusión de voluntad y destino de realización, la nación es un producto social en el que se traman hombres de carne y hueso en una forma de vida amasada a través del tiempo, como una situación existencial (cfr. Taborda, 1951, II: 86-87); se realiza en un tiempo histórico y en un espacio determinado. En este sentido, la nación no es (sólo) una esencia, sino que es ante todo una determinación existencial. La situación existencial es una situación histórico-geográfica determinada de la nación.
(4) La nación, al interior de ella misma, no es uniforme sino que es un «nosotros» en cuanto comunidad de diferencias que se comunican, a veces conflictivamente, en una trama identitaria. “La identidad comprende a las diversidades locales", pero no las asume anulándolas, sino que "cada pueblo realiza la unión viviente entre su totalidad y sus partes (...) en condiciones dadas y en un modo propio, y, sobre todo, desde que concibe a los pueblos como entidades irreductibles las unas a las otras" (Taborda, 1951, II: 84-85). Por un lado, no se reducen las diferencias a «lo-mismo» o una totalidad identitaria, sino que se realizan en la medida de su comunicación (cfr. Taborda, 1951, II: 86-87). Por otro, Taborda quiebra la lógica de equivalencia entre identidad y totalidad y anuncia la contradicción lógica: la identidad es una trama de diferencias (cosa que se multiplica no sólo al nivel nacional, sino también en el global).

4.7. LO POLÍTICO, LO COMUNITARIO, LO EDUCATIVO

Todo el desarrollo del pensamiento de Taborda adquiere un sentido más pleno al incorporar la cuestión de lo político. Quedará claro que es clave en Taborda la diferenciación entre lo político y «la política». Durante todo el Capítulo XII (del Tomo III de Investigaciones pedagógicas), subyace una radical distinción entre «la política» y lo político, aunque el pensador no lo enuncie de este modo (31). Cabe recordar que «la política» tiene por objeto producir un sujeto, que es el sujeto al que interpela. «La política» no es una práctica de reconocimiento de los intereses subjetivos que luego representa, sino que construye o “constituye los propios intereses que representa” (Laclau y Mouffe, 1987: 139). Para Taborda, el sentido de lo político está relacionado con las prácticas culturales populares diferentes (no monolíticas), contrariamente al traslado del ideal de «la política» a la educación, relacionado con las acciones estratégicas (cfr. Taborda, 1951, II: 202). En esta línea de análisis, la pedagogía tiene un acentuado sentido político y tiene como tarea la formación del hombre destinado a la participación en la vida política de la comunidad (cfr. Taborda, 1951, II: 212). Pero «la política» oficial implica una despolitización de lo político en la educación.

«El abandono de la realidad educativa en que ha caído la falsa pedagogía oficial envuelve el más serio obstáculo para el advenimiento del hombre político» (Taborda, 1951, II: 212).

Para Taborda, lo político es aquello que se hunde en el suelo nutricio de un fondo de emociones, deseos, quereres, y representaciones, que es el pueblo de carne y hueso, tan desestimado por el intelectualismo dominante (cfr. Taborda, 1936a). De hecho, lo político argentino debe examinarse en estructuras concretas propias de «lo facúndico»; esas estructuras son: la comuna, la cultura y el caudillo, entre otras (cfr. Taborda, 1935). El concepto de lo político referenciado a lo comunitario está desarrollado en El fenómeno político (Taborda, 1936b), donde el autor parte de la idea de la crisis de la democracia como ideología fundante del orden burgués (32). Enseguida cita a F. Engels (en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, obra de 1884) para rescatar la idea según la cual el Estado es un reconocimiento de las contradicciones y antagonismos irresolubles e irreconciliables; un conflicto originario que se perpetúa y que la comunidad no puede resolver (cfr. Taborda, 1936b: 67-68). Un reconocimiento que asume, y a la vez esconde, ese antagonismo; que lo eufemiza y lo soslaya a través de la fantasía de la «sociedad». Esa pugna o antagonismo, para Engels, está originado por la aparición de la propiedad: es un antagonismo de clases, que es posible reconocer en todo el discurso marxista ortodoxo posterior. Taborda va a tomar distancia crítica de esta posición, de modo que va a desembocar en la necesaria articulación de lo cultural con lo político. Porque, en primer lugar, si bien reconoce el carácter revolucionario en lo político (al menos en la experiencia rusa) va a caracterizar al marxismo ortodoxo como «conservador» en lo cultural (cfr. Taborda, 1932).

Por otro lado, tomará distancia de una noción de democracia burguesa, congruente con lo que podría denominarse la «ideología democrática»: otro modo de esconder, soslayar y eufemizar el antagonismo originario, a través de la ilusión burguesa de la «soberanía popular».

«Apartada del pueblo, la burguesía acogió y restauró, a la sombra de la soberanía popular, los ideales antiguos. Pues la soberanía del pueblo de que se habló entonces, lejos de referirse a la totalidad del etnos como un orden, (...) se refirió a 'su' soberanía, esto es, a la soberanía parlamentaria, a la soberanía que (...) tenía que ser el palenque de ese duelo dialéctico (...) entre la burguesía y el proletariado» (Taborda, 1951, II: 106)

Taborda, prematuramente de nuevo, hace un análisis compatible con el de Michel Foucault. Al analizar la sociedad occidental moderna, abordada a la luz de la teoría del derecho, Foucault observa que éste se encargará de legitimar el poder teniendo a la soberanía como discurso justificativo. "El discurso y la técnica del derecho han tenido esencialmente la función de disolver dentro del poder el hecho histórico de la do­minación y de hacer aparecer en su lugar los derechos legítimos de la soberanía y la obligación legal de obediencia" (Foucault, 1993: 25). En otras palabras, el poder necesita de un sujeto sometido; y dicho sometimiento necesita una justificación racional para ser aceptado por aquél. La «ideología democrática» ha tratado de hacer valer, en su secreto y su brutalidad, el hecho histórico de la dominación. El derecho transmite y hace funcionar relaciones que no son de soberanía sino de dominación. En lugar de ver individuos sometidos a la soberanía y la obediencia, Foucault considera el problema de la dominación y la sujeción. Lo que quiere decir que la «ideología democrática» se construye a través del escamoteo del antagonismo: con soberanía se encubre el conflicto y la dominación.

Para Taborda, lo político hace referencia a lo comunitario. El problema de la democracia debe ser reconducido al fenómeno originario, que es el fenómeno político (cfr. Taborda, 1936b: 70), que como tal es anterior a la aparición de las contradicciones económicas. La comunidad, que nace de una situación de amor y a la vez de fuerza (de poder), es lo que tipifica lo político (cfr. Taborda, 1936b: 71) (33). Taborda, por otra parte, critica la perspectiva que sostiene que la constitución de lo político está en relación con un otro, extranjero, y con la dialéctica unión/desunión (interiores de un pueblo) (34). La determinación del enemigo corresponde en todo caso a un pueblo que ya ha alcanzado la unidad política; entonces, sólo una sociedad organizada podría llamarse «política»; es decir, la política sería «política de Estado». Pero Taborda afirma que

«lo político, en cuanto fenómeno originario, es anterior a la aparición del Estado. (...Y) es también innegable que el dualismo amigo-enemigo mueve, impregna y trabaja todo ese proceso, ese continuum, que es lo político y que, consiguientemente alcanza tanto a la vida externa como a la vida interna del grupo, está tanto en la relación de beligerancia con el pueblo extraño como en las luchas y en los conflictos internos del grupo» (Taborda, 1936b: 76).

Entonces, lo político nace de la doble situación de poder (enemistad) y de amor (amistad). En todo lo político, tanto en la vida externa como en la vida interna de una comunidad,

«lo que juega un rol decisivo es un contraste agon-agonal (antagonismo), cargado de amor y de fuerza, que es de la misma naturaleza que el que preside lo político entre pueblos diversos» (Taborda, 1936b: 77).

En cambio, «la política» ha actuado copiando remedios y naturalizando soluciones. Taborda expresa que al examinar las instituciones, particularmente la escolar, se revela el carácter de la copia: esas instituciones copiadas cargan, como huellas, las contiendas ideológicas que les dieron origen (cfr. Taborda, 1951, II: 273). Sabe que responden, soslayando y escamoteando, un conflicto que en este caso es propio de otros contextos, y que al copiar la institución y naturalizarla, sin advertirlo se recarga a la misma de esos conflictos. «La política», por así decirlo, es productiva de determinados intereses aún extraños a la comunidad, con el fin de legitimar las instituciones que copia y que serán las destinadas de producir los sujetos que, luego, dirá representar.

La reflexión sobre la referencia de lo político a lo comunitario es de significativa importancia, ya que otorga centralidad a la comprensión y reflexión de las prácticas culturales, más que a la previsión y el cálculo de las acciones estratégicas. En todo caso, esa misma comprensión y reflexión contribuye a revelar que las prácticas culturales condicionan o producen las acciones estratégicas, como un tipo de prácticas culturales especializadas. El sentido de las acciones estratégicas se puede comprender más precisamente a partir del antagonismo, reformulado y escondido detrás de la producción simbólica de las «acciones estratégicas», como ilusión o fantasía (ideológica) de superación de aquel antagonismo.

Con ánimo de resaltar la estrategia política civilizatoria, Sarmiento dejó de lado una formación cultural tradicional cuyas características comunicacionales-educativas Taborda hace notorias. El mismo Sarmiento ha hecho una lectura político-cultural de la educación, tal como lo señala Taborda, pero luego “resbala sobre la superficie del fenómeno sin penetrar en su esencia” (Taborda, 1951, II: 216). Expresa Taborda:

«La escuela se define como una relación de docente y docendo movida por un propósito de enseñar en vista a un momento teleológico que es el ideal; y, aun cuando de ordinario se da, en su especificidad, en la organización escolar, se da también “en el ancho seno del pueblo”, en las distintas formas que asume la realidad social y que integran y estructuran una colectividad en cada uno de sus momentos históricos» (Taborda, 1951, II: 216).

En efecto, Sarmiento ha operado una exnominación (35), con evidentes propósitos ideológicos, de la educación que se da en las formas de vida del pueblo, en los diversos modos de integración social (36), en escenarios comunales concretos, como el hogar, la plaza, la iglesia, la escuela. De modo que “la comuna prolongaba sin solución de continuidad la faena docente en las múltiples manifestaciones de las relaciones sociales” (Taborda, 1951, II: 217); la comuna es una integración de un orden educativo múltiple, que se articula radicalmente con los modos que adquiere la comunicación social en su seno. Esta sugerencia de Taborda resultará clave al momento de comprender el valor comunicacional-educativo, e incluso «docente», de los múltiples polos de identificación (37) socioculturales, como verdaderos referentes para la formación de sujetos y la producción de sentido (actualmente, cada vez más significativos a partir de la crisis de las instituciones modernas rígidas, como la escolarización). Lo llamativo es que Sarmiento exnomine esta tradición cultural y que, además, se diga autodidacta, cuando no lo fue: más bien fue el producto de la comunicación educativa comunal (cfr. Taborda, 1951, II: 219-220) (38). Y de paso, identifica el rol docente con la figura personificada del maestro, olvidando que

«todo aprendizaje supone el bien cultural con la voluntad educativa mediante la cual aspira a imponerse como bien cultural y, junto al bien cultural, la presencia docente del portador de ese bien, sea la comunidad como guardiana de la cultura, sea la persona real y concreta del educador que lo encarna» (Taborda, 1951, II: 220).

La ideología en crecimiento de negación de un orden hispano-criollo, por denominarlo de algún modo, promovió una salida política estratégica que partía de la creación de una representación de «tabla rasa», es decir, de una efectiva desertificación discursiva de la cultura comunal, del genio nativo. En el mejor de los casos, la educación comunal fue declarada insuficiente para lograr las promesa del nuevo orden «revolucionario» (cfr. Taborda, 1951, II: 224). No hubieron para esto razones específicamente educativas; se ignoró, en definitiva, el componente tempranamente multicultural de los «ejércitos» revolucionarios (como el de Artigas, el de Petión, el de Bolívar, el del mismo San Martín). Hubo una intención ideológica, que al construir su interpelación discursiva, produjo un sujeto «revolucionario» y civilizado, que necesariamente debía luchar contra otro y desplazarlo, por abonar lo facúndico, lo bárbaro.


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Notas:
(1) Una brevísima referencia sobre su vida y obras, redactada por él mismo en 1943, puede verse en la revista Estudios, Nº 9, publicada por el Centro de Estudios Avanzados de la Universidad Nacional de Córdoba (Taborda, 1943).
(2) Una lectura de Taborda cercana al «romanticismo» puede observarse en algunos historiadores y críticos que pueden caracterizarse como nacionalistas, pero de la corriente histórica del nacionalismo popular (cfr. Buchrucker, 1987; de hecho, este autor presenta a Saúl Taborda como uno de los antecedentes del pensamiento de FORJA y en general del nacionalismo popular). Acaso uno de los más significativos representantes de este tipo de lectura, con las salvedades que hubieran de realizarse, es el historiador Fermín Chávez, quien presenta un rico análisis del pensamiento de Taborda en su libro Civilización y barbarie en la historia de la cultura argentina (1974).
(3) Cfr. el trabajo de la historiadora Silvia Roitenburd (1998: 170).
(4) La única edición de las Investigaciones pedagógicas pertenece al Ateneo Filosófico de Córdoba, y fue publicada en 1951. La obra, prologada por Santiago Montserrat (y bajo el cuidado de Tomás Fulgueira y Adelmo Montenegro), fue editada en dos volúmenes: el Volumen Primero contiene a los Tomos I: “La realidad pedagógica”, y II: “La cientificidad de la pedagogía”; mientras que el Volumen Segundo contiene a los Tomos III: “El ideal pedagógico”, y IV: “Bases y proposiciones para un Sistema Docente Argentino”. El Tomo I fue editado por la Universidad de Córdoba, aisladamente, en 1932; pero antes, en 1930, la Revista de la Universidad Nacional de Córdoba ya había publicado el Tomo IV. Existe una edición más difundida, pero sólo del Capítulo XIII, “Sarmiento y el ideal pedagógico”, y de una selección del Capítulo XII, “El ideal pedagógico de la política escolar argentina”, ambos del Tomo III de Investigaciones pedagógicas, en una publicación hecha en tiempos del II Congreso Pedagógico Nacional, titulada La argentinidad preexistente y prologada por Fermín Chávez (Taborda, 1988).
(5) El filósofo y pedagogo E. Spranger ha sido discípulo de W. Dilthey y nació en Berlín el mismo año que Taborda: en 1885. Las ideas fundamentales de Spranger son: que la formación integral de los hombres (finalidad de la educación) se realiza en relación con los ideales históricos y con las estructuras sociales actuales; que la educación es una actividad eminentemente cultural; que la educación se realiza por medio de la interrelación del hombre con los bienes culturales. Al organizar la multiplicidad de aspectos del proceso educativo, en su obra Educación y cultura, Spranger distingue cuatro cuestiones o puntos de vista: el ideal de educación (el término que utiliza es Bildung, que significa “formación”), la educabilidad, el educador y la comunidad educativa. Respecto a su perspectiva psicológica de la educación, Spranger ha aportado la caracterización de distintas “formas de vida”, a la vez que ha sido uno de los más penetrantes conocedores de la juventud.
En rigor, Spranger es un filósofo de menor nivel, comparado con otros de su época. Dilthey, su discípulo G. Simmel y, luego, M. Heidegger, son más notables. Por otra parte, el hecho de que Taborda tome como hilo de sus Investigaciones pedagógicas el problema del «ideal» (en el sentido de la filosofía del espíritu, en la versión de Spranger), lejos de invalidar su trabajo, hace que quede como resto significativo, como aspecto central de su análisis, el problema de la cultura comunal y facúndica y la dialéctica entre tradición y revolución en la cultura argentina.
(6) Véase esta distinción en Nietzche, F., “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral” (1987).
(7) Este posicionamiento puede leerse acaso como: «lo local, intuido, posee un plus que rebasa a lo global, postulado o discurrido en el discurso de la globalización».
(8) Cabe señalar que en La psicología y la pedagogía (Taborda, 1959; la obra fue escrita para la Facultad de Filosofía de la Universidad de Tucumán, en 1943), nuestro autor rescata las ideas psicológicas de Dilthey y Spranger; pero, como en este caso, centra la cuestión en la apropiación por parte de la pedagogía, tanto de la filosofía como de la psicología espiritual, ya que la educación es considerada como “actuación de la cultura que incide vitalmente sobre el alma en formación”.
(9) Taborda enfoca el tema de la memoria y la tradición, como uno de los momentos centrales de su pensamiento. No obstante, haremos referencia a términos como «tradición» o «residual» en el significado que estos tienen en el pensamiento de Raymond Williams (1997).
(10) Taborda toma las ideas de Nicolás Berdiaeff a fin de señalar ciertas notas peculiares: a) del burgués: "la capacidad del esfuerzo calculado para el enriquecimiento, el poder de elevarse por méritos propios en el mundo de los negocios y el ascetismo de la actividad económica que acumula bienes y los entrega al juego de un movimiento sin límites"; y b) del trabajador: "la limitación de la expansión vital y el pulso descendente propio de un prisionero de la 'torva necesidad' bajo el yugo del trabajo mercenario" (Taborda, 1951, II: 98).
(11) Sobre la articulación entre un determinado discurso del orden, el andamiaje institucional y la producción de un determiando imaginario social, véase Marí, 1987. Enrique Marí afirma que en los dispositivos de poder convergen dos construcciones: el "discurso del orden" y el "imaginario social". El discurso del orden está asociado con la racionalidad: con la fuerza-racional, con la soberanía y con la ley; y el imaginario con cierta “irracionalidad”: con lo simbólico, lo inconsciente, las emociones, la voluntad y los deseos (Marí, 1987: 64). Esto quiere decir que las instituciones escolares, como instituciones de poder, instituyen a cada momento significaciones que le son favorables y que quedan marcadas en sus actores.
(12) Frente a la pregunta ¿qué es la nación considerada independientemente del Estado?, responde que existen dos doctrinas al respecto (además del concepto político): (1) Una que sostiene un concepto natural: “Partiendo de la etnología (se) considera a la nación como una comunidad formada por el nacimiento que, de este modo, determina con el origen la unidad del pueblo. Se pertenece a una nación por el nacimiento -por el nasci-. La sangre común forma la nación. La nación es, pues, una asociación orgánica, natural” (Taborda, 1951, II: 66). Se considera aquí a la nación como base natural de la unidad étnica y de todas las manifestaciones culturales que en ella se arraigan. (2) La otra doctrina sostiene un concepto cultural: “Ni la tierra, ni la sangre común, ni las costumbres, ni las creencias, ni la lengua satisfacen las exigencias de una precisa definición de la nación. (...) Es necesario que (a esos elementos) los hagamos nuestros por un acto del espíritu (que es) eterno movimiento, eterno desarrollo (...) Las peculiaridades históricas de un pueblo son diferentes de la estructura psico-física de ese pueblo” (Taborda, 1951, II: 68-69). Se considera aquí a la nación como unidad étnica constituida a través de la historia.
(13) La omnipotencia estatal, explicará Taborda, tiene su raíz en el pensamiento de G. Hegel, que presenta al Estado como suprema realidad viviente (cfr. Taborda, 1951, II: 78-79).
(14) Valiéndose del pensamiento de Fichte y de la experiencia histórica de Alemania y Francia, Taborda presenta la disputa entre civilización y cultura, posicionándose contra cualquier universalismo o cualquier idea de una civilización, ya que “las naciones, lejos de ser fundamentalmente idénticas, son como los individuos, relaciones de cultura dotadas de contenidos esencialmente inconfundibles y propios” (Taborda, 1951, II: 73).
(15) La noción de «hombre de orden» ha sido tomada de Francisco Gutiérrez, en Educación como praxis política. El hombre de orden se caracteriza por la fidelidad al orden establecido, la obediencia a la ley, la identificación con la autoridad, el amor a la institucionalidad, el trabajo eficiente, la lealtad a un determinado sistema de valores dominantes (cfr. Gutiérrez, 1985: 51). [Lo medular de esta empresa política productora del hombre de orden se revela en la temprana sospecha del parlamentario inglés Davies Giddy, en 1807: “Por muy atractivo que pueda parecer en teoría, el proyecto de dar instrucción a las clases trabajadoras pobres, sería malo para su moral y su felicidad; se les enseñaría a despreciar su condición en la vida, en lugar de hacer de ellos unos buenos servidores en la agricultura y otros trabajos. En lugar de enseñarles la subordinación, se les haría facciosos y revolucionarios”].
Como se sabe, Gutiérrez asume la perspectiva althusseriana acerca de la inculcación de ideología a través de los aparatos ideológicos del Estado, como la escuela (que justamente somete diferentes manifestaciones culturales formadoras a la hegemonía estatal). Más adelante se hará breve referencia a los aportes de la filosofía de Althusser y a la articulación entre interpelaciones ideológicas y los reconocimientos e identificaciones subjetivas que aquellas provocan (cfr. Zizek, 1992) cuando analicemos el problema de la política y lo político, con relación a las prácticas culturales.
(16) Según lo observa Taborda, para el pedagogo espiritualista y nacionalista Juan P. Ramos , la pedagogía es un simple medio, con lo que queda reducida a una técnica cuyos fines no sabemos qué son ni de dónde proceden (cfr. Taborda, 1951, II: 193, también 194-195).
(17) En un sentido amplio, las nociones de comunicación y educación, en este caso, aluden a los procesos de producción social de sentidos y formación de sujetos, que se producen en el contexto de una formación social y de una cultura determinada, y que interjuegan permanentemente con las prácticas culturales; esto es, en esos procesos articulados de producción de sentidos y formación de sujetos, la cultura habla y, a la vez, es hablada.
(18) Podríamos observar en la política educativa argentina, en la era neoliberal, un desplazamiento de tradiciones residuales de cuño francesas hacia elementos residuales ingleses, vía los Estados Unidos. Prematuramente observaba Taborda que "la profesión que conocemos los argentinos es una profesión de la utilidad individual. Cuanto más jerarquía, más ligada a la ganancia. (...) Nosotros nos creemos siempre predestinados a ser servidos. A ser servidos por el Estado, que es la manera más expeditiva de ser servidos por todos" (Taborda, 1951, II: 156).
(19) De todos modos, conviene advertir acerca de la producción de una noción de infancia, que aún en Taborda aparece como naturalizada.
(20) Para una adecuada diferenciación entre perspectivas críticas y no críticas de la educación (en su relación con la sociedad y con la supuesta superación del problema de la marginalidad), véase el ya clásico trabajo de Dermeval Saviani (1988).
(21) El tema, como es lógico, también lo aborda en La Psicología y la Pedagogía (1959).
(22) En ese marco, Taborda proyectó en La Plata, en 1921, la Casa del Estudiante, una comunidad que favoreciera la libre relación entre alumnos y maestros, y que quebrara el carácter autoritativo de la organización pedagógica de la época.
(23) Véase “Comuna y federalismo” (Taborda, 1936a). El texto del artículo aparece reproducido en la Revista Estudios Nº 9, Córdoba, Centro de Estudios Avanzados, Universidad Nacional de Córdoba, julio 1997-junio 1998.
(24) Son testimonios de la vocación comunal y facúndica: La ley de educación de Catamarca (1871), que entregó a las comunas la tarea docente, ya que comprende que "la educación es un producto de la propia vida del pueblo y que ese producto es tanto más auténtico y fecundo cuanto más se pondera en la responsabilidad de sus hombres". También la pedagogía de Mariano Cabezón y la ley de educación de Santa Fé, que supo armonizar las tradiciones educativas con las nuevas corrientes pedagógicas. Esto pone en evidencia que lo que propone la proyectada unificación escolar (en ese entonces) es la imposición de la pedagogía oficial (cfr. Taborda, 1951, II: 211). Lo mismo puede decirse de las sucesivas «reformas educativas» a través de la historia.
(25) La noción de «acumulación narrativa» está tomada de Jerome Bruner (1991: 20-21).
(26) R. Williams parte de una recuperación de la «tradición» como concepto rechazado por el pensamiento crítico-cultural marxista, lo cual es significativo para el análisis de pensadores como Taborda.
(27) A diferencia de lo «arcaico», como un elemento del pasado para ser observado, examinado o revivido, y de lo «emergente», como lo más novedoso desde el punto de vista de las prácticas, los significados y valores, y las relaciones sociales (cfr. Williams, 1997: Capítulo 8).
(28) Las nociones de «táctica» y «estrategia», en este caso, se utilizan en el sentido de Michel De Certeau (1996).
(29) La formación es una suerte de acuerdo entre un polo: el desarrollo individual, y otro: los propósitos de la sociedad con su trasfondo cultural e histórico. Por lo que la tarea docente debe distinguir y atender a dos tipos de ideales: por un lado los del individuo, la persona y la personalidad y, por otro, los ideales ecuménicos o sociales (cfr. Taborda, 1951, II: 13). La existencia individual está ligada y se comprende en relación con otros seres. Cada uno condiciona la existencia de otros y, a la vez, su existencia está condicionada por la existencia de los otros (cfr. Taborda, 1951, II: 16). De modo que cuando Taborda se refiere a la sociedad y la cultura, lo hace en este sentido, en el sentido del desarrollo de los ideales ecuménicos (o «globales»), atendiendo a cómo gravita lo colectivo en la formación individual y personal (cfr. Taborda, 1951, II:37). Conviene señalar que, para Taborda, lo ecuménico o lo sociocultural, indica una situación determinada en tiempo y espacio, una localización histórica y geográfica, que (como se expresa al principio del Tomo III) rebasa el concepto de especie, que generaliza. La investigación de ideales formativos de diferentes pueblos en diferentes épocas resulta, por tanto, eficaz como hermenéutica histórica (cfr. Taborda, 1951, II: 38).
(30) Es notable que, pese a la apropiación que han hecho de Taborda ciertos autores nacionalistas, este pensador y pedagogo advirtió la importancia histórica de la Revolución Rusa, a la que recibió con expectativas y conmoción, como “el acontecimiento más grande y trascendental de nuestro tiempo” (Taborda, 1951, I: 147). Pese a las críticas que formula a esa Revolución por no haber atacado los fundamentos del ordenamiento educacional dominante y, en especial, al Partido Comunista Argentino, por profesar “un hermético conservadurismo cultural, hasta el punto de querer perpetuar formas espirituales típicas de la ideología burguesa del siglo XIX” (Taborda, 1932), esas críticas las hace desde una posición revolucionaria (y nunca tradicionalista): reclamando llevar hasta las últimas consecuencias la posición revolucionaria.
(31) La distinción que aquí se enfatiza, entre lo político y «la política», encuentra su conceptualización en diversos trabajos. Entre ellos, sólo mencionaremos el de Alcira Argumedo, debido a la construcción de esas nociones relacionadas con un abordaje histórico de la articulación entre política y cultura en América Latina (véase Argumedo, 1996: Capítulo VI). Para la autora, uno de los nudos teóricos fundamentales de la matriz de pensamiento nacional y popular en América Latina es la primacía de lo político en los procesos históricos y sociales. Lo político designa una compleja configuración de distintas manifestaciones de poder (incluyendo «la política»), reflejando la condensación de distintas instancias del poder sociocultural; como tal, reconoce la relativa autonomía en el desarrollo de distintas esferas de la vida sociocultural, y se rige según una lógica de cooperación o antagonismo entre voluntades colectivas. En cambio, «la política» se restringe a los fenómenos relacionados con la representatividad y con la organización institucional (cfr. Argumedo, 1996: 216-217).
(32) A poco de comenzado el ensayo, Taborda califica de propicia la reaparición de lo infrahumano, a través de actitudes instintivas, desesperadas y violentas (cfr. Taborda, 1936b: 66). El párrafo es lo suficientemente ambiguo como para hacer sospechosa la calificación de “propicia”, que abonaría una lectura de una posición optimista frente al crecimiento del fascismo.
(33) Lo político, dice Taborda, se caracteriza por la voluntad de poder; el deseo de poder circula en todas las comunidades como un pathos fundamental (cfr. Taborda, 1936b: 84-85).
(34) En este caso, Taborda presenta la posición de Carl Schmitt, quien sostiene que lo político se funda en la originaria dualidad amigo/enemigo, propia de lo comunitario; con lo que no basta con ser un otro para ser un enemigo. En esta línea, la amistad se resuelve en la enemistad, por lo que la política se define, en última instancia, como una permanente situación de beligerancia: la política perpetúa una situación de originaria de guerra. Esta situación exige, al interior de cada pueblo, la distinción y oposición entre unión y desunión, para enfrentar la situación de beligerancia. En definitiva, para Schmitt lo político se constituye por la necesidad de suprimir aquello que amenaza la existencia de la comunidad, es decir, suprimir al enemigo, a la comunidad amenazadora (cfr. Taborda, 1936b: 72-75).
(35) El término exnominación, acuñado por R. Barthes, designaba el fenómeno en que las determinantes económicas de una sociedad estaban ausentes de las representaciones de esa sociedad. En este caso, se lo utiliza para designar la construcción discursiva y estratégica por la cual determinadas prácticas culturales tradicionales son soslayadas o innominadas, con la finalidad (ideológica) de subrayar las representaciones nuevas que pugnan por hacerse hegemónicas; al eludir aquellas prácticas, las nuevas representaciones, por otra parte, se presentan naturalizadas.
(36) La noción de “integración social” alude a la reciprocidad de prácticas entre actores en circunstancias de copresencia y con continuidad en los encuentros (cfr. Giddens, 1995). Quizás no es precisamente esta la noción que utiliza Taborda. Pero parece rica a la hora de hacer más evidentes los procesos en los cuales es posible observar prácticas educativas no escolares. En este sentido, puede inferirse que diversos modos de integración social comparten el hecho de ser instancias de comunicación y educación.
(37) Sobre los polos de identificación y su papel en la formación de sujetos, véase la tesis de Rosa Nidia Buenfil Burgos (1992).
(38) Sarmiento describe, en su obra Recuerdos de Provincia, de 1850, la vida comunal de San Juan, a jucio de Taborda una de las comunas más prósperas por esa época. Curioso olvido el de Sarmiento al momento de plantear su gran estrategia, ya que en Recuerdos de Provincia hace una cálida referencia de escenarios, personajes, linajes hispano-criollos, familias (los Oro, los Funes, los Quiroga, los Sarmiento), su madre y su hogar, las prácticas cotidianas privadas y públicas; todo lo que ha contribuido a la formación de sujetos, precisamente de los sujetos que lucharon por la independencia y la organización nacional (cfr. Sarmiento, 1968). De su «escuela de la patria» ha hablado ya en Facundo y en Educación popular; allí se educó con los maestros Rodríguez, con compañeros, con ejemplos y acciones, con el seguimiento de su padre (Sarmiento, 1968: 119-ss.). Hasta que su formación definitiva en la vida pública se abrió por las puertas de la cárcel, a los 16 años, de la que salió con ideas políticas (Sarmiento, 1968: 141-ss.).